En la universidad tuve un curso de derecho en relación a la informática. De la profesora y abogada aprendí principios del derecho, del derecho civil y cantidad de anécdotas que eran su recurso favorito en la enseñanza. Pero cuando el tiempo la alcanzó para hablar de propiedad intelectual, se volvió patente que yo conocía más del tema. Peor aun, lo considero un concepto sombrilla absurdo. Después de todo, ese era el pan de cada día y casi raison d'être en la comunidad del software libre, de la cual me había estado empapando por años.

Habría bastado que abriera la boca franca y ocasionalmente para que las clases rompieran en vendaval. La primera de esas sesiones me vio corregir la afirmación de que México no "protege" suficientemente a sus autores (en realidad tenemos la desgracia de tener los términos de derecho de autor más largos del mundo). De cualquier manera, ella era una persona lista y bien intencionada. En la siguiente clase reconoció la equivocación (nunca mencioné que pensar en "protección" ya era un error, no quería ser pedante). No volví a abrir la boca y fue el último roce.

Enmimismado en un mundo más grande como era mi costumbre, aguardé hasta que nos pidiera abrir la pluma al fin del semestre. Entonces sí di rienda suelta a tan peculiar frustración. El ensayo reza así:

¿Propiedad intelectual?

Para responder a la pregunta de a qué clase de propiedad intelectual debería sujetarse el software primero será necesario entender lo que es, por qué la dividen en derecho de autor y propiedad industrial; y por último, entender si estas categorías son mútuamente excluyentes. Empecemos: ¿qué es la propiedad intelectual?

Según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI, o WIPO por su acrónimo en inglés) en su apartado web dedicado a responder precisamente esa pregunta dice:

“La propiedad intelectual (P.I.) se relaciona con las creaciones de la mente: invenciones, obras literarias y artísticas, así como símbolos, nombres e imágenes utilizados en el comercio.”

Después de eso pasa inmediatamente a enumerar los tipos de propiedad intelectual que existen, dejando en claro que la definición ha terminado. Sobre lo anterior podemos resaltar su pobreza intelectual: no se nos dice qué es la propiedad intelectual, sino con qué deberíamos relacionarla (la mente, algo suficientemente vago que justificaría su propia definición operativa de apoyo) como atisbando en la mente subconsciente del lector que podría tratarse de una toma de pelo. Pero claro que no es una broma; la propiedad intelectual es algo serio de lo que los juristas han tratado por siglos, ¿cierto?, tan serio que es de la poca jerga que los vulgares les hemos endocitado, aunque sea por repetición en los medios.

Además la descripción le apuesta a cubrirlo todo en cuanto a los productos de la mente; sin embargo los que conocen un poco más acerca de los tipos de leyes de propiedad intelectual saben que esto simplemente es falso, independientemente de si agregamos originalidad a la mezcla. Hay una multitud de creaciones productos del intelecto que el discurso actual sobre propiedad intelectual no osaría llamar de tal manera. Están los chistes, los bailes, las maneras de vestir. Están también las recetas de cocina, que solo parecen volverse secreto industrial cuando se vuelven... industriosas; no debido a la creatividad u originalidad involucrada en concebirlas. ¿Qué hay de la ley misma? ¿Tiene un legislador derecho a evitar que sus intangibles, intelectuales, originales y laboriosas codificaciones se divulguen o se modifiquen? La respuesta es no, al menos en una democracia. Resulta extraño e insatisfactorio que un concepto que pasa por boca de todos y por el cual se hacen leyes suene tan escueto, incluso en palabras de las propias autoridades en el tema. Lo cierto es que toda la cultura es producto de mentes, desde los idiomas hasta los taparrabos.

La enciclopedia de filosofía de Standford intenta ahondar un poco más en la semántica del término cuando dice lo siguiente:

“La propiedad intelectual generalmente es caracterizada como propiedad sobre algo no físico que es el producto del pensamiento original”

Se podría argüir que un producto del pensamiento es un término más inclusivo que creaciones de la mente, llevándonos a contemplar la noción del descubrimiento en contraposición a la invención o creación. La mente no solo produce creaciones originales, también descubrimientos originales. Sirva de ejemplo el conocimiento científico y las matemáticas, que salvo por contadas excepciones, quedan fuera de la aplicabilidad de derechos de autor o patentes o cualquier otra ley de propiedad intelectual. Seguramente hay derechos de autor sobre las publicaciones que relatan, por ejemplo, los hallazgos de un historiador; pero no hay ley que diga que el historiador tiene derecho a excluir a los demás del conocimiento de los hechos. Sin embargo, sus intangibles descubrimientos indudablemente son producto del pensamiento original. ¿Acaso no cumple el conocimiento con la definición?

Un paralelo que existe entre ambas definiciones es el énfasis en el reconocimiento de la existencia de la idea “propiedad intelectual”, más que en la descripción de la idea misma. Uno supondría que existe una gran teoría o principio general que ayude a distinguir qué es propiedad intelectual de lo que no lo es, y que unifique a tantas áreas como los derechos de autor, patentes, marcas, secretos industriales, etc. Un término como éste no debería ser arbitrario, no debería ser vago. ¿Podríamos estar tratando de contestar una mala pregunta? ¿Podrían nuestras investigaciones ser las víctimas de una palabra de moda, carente de contenido y congruencia, que pasó a ser elevada al ámbito académico y jurídico por mera presión económica y consecuente fascinación social? Nuestra respuesta es que sí.

A pesar de que el término “propiedad intelectual” logra aparecer en ocasiones anteriores a la existencia de la OMPI, su uso no se volvió cotidiano en el argot jurídico ni en el registro coloquial ni en ninguna otra área de la vida hasta después de la década de los 1960s, cuando además la OMPI fue exaltada como agencia oficial de las Naciones Unidas.1 2 Así fue como leyes de orígenes y propósitos tan diversos; como los derechos de autor, las marcas y las patentes; pasaron a ser agrupados bajo una nueva palabra pegajosa, que además por sus presunciones semánticas cambiaba por completo el modo de jugar con estas leyes.

De la noche a la mañana se había vuelto legítimo hablar de derechos, exigencias y compensaciones en lugar de hablar de censura de facto o regulación de la imprenta (derechos de autor), planes experimentales de incentivos al desarrollo técnico (patentes), la necesidad de los consumidores de poder distinguir lo que compraban y así poder responsabilizar a los ofertantes (registro de marcas). De la noche a la mañana se había vuelto legítimo equiparar la copia de una idea inmaterial con el despojo de un bien finito (el robo). Sería una guerra en la que el lenguaje enfrentaría a los divinísimos creadores y dadores de intelecto (las editoriales, discográficas, estudios cinematográficos) como The Walt Disney Company, contra los sucios, cleptómanos y desconsiderados piratas (léase “gente verdaderamente creativa”) como Walter Elias Disney. Es bien sabido que Disney acechó el patrimonio de los hermanos Grimm y otros genios muertos de la literatura; porque era un maldito que quería hacerles perder hasta el último centavo que sus cadáveres pudieran gastar. En respuesta, instituciones como la generosa Walt Disney Company se han ofrecido a proteger a los hermanos Grimm del mañana de rufianes como Disney. Dios libre a Blancanieves y a Micky Mouse del dominio público. Fin del sarcasmo.

Habiendo fracasado en encontrar algo dentro de la teoría de la propiedad intelectual (o teoría siquiera) que nos ayude a analizar el estatus de los programas de computadora, procedemos a considerar por separado los derechos de autor y las patentes, para tratar de caracterizarlas y encajar el software en algún lugar de ser posible. En el mismo documento de la OMPI se mencionan dos grandes subdivisiones de la propiedad intelectual: propiedad industrial y derechos de autor. Sin dar mucha razón de esta clasificación y la naturaleza de cada categoría, la OMPI se limita a catalogar cada ley dentro de una u otra. Lo poco que podemos inferir es que los derechos de autor no contemplan todas las formas de autoría, sino que están pensados para ser usados específicamente por obras de arte y literatura en general; mientras que los derechos industriales parecen proceder de actividades relacionadas con la producción. Sin embargo esta observación no puede ser suficientemente buena, puesto que los inventos patentables (siendo las patentes una clase de propiedad industrial) no necesariamente ocurren en el contexto de una industria o actividad comercial, y porque tratar de separar por completo el arte de la maquinaria utilitaria resulta una tarea bastante pretenciosa. Más de un filósofo de la estética estaría interesado en conocer que la OMPI logró hacer tal separación conceptual con un rigor sin precedentes.

Sobre derecho de autor

Cabe mencionar en este momento que hoy en día el software es considerado universalmente bajo los derechos de autor, mientras que las patentes de software son menos comunes en el mundo, y de hecho mucho más contenciosas. Desconocemos la historia de la relación del software y los derechos de autor en México, pero tomando como ejemplo a Estados Unidos, país pionero de la computación, podemos decir que desde su aparición después de la segunda guerra mundial los programas informáticos fueron usados, copiados y modificados libremente; probablemente en el mismo espíritu científico que rodeaba a esta tecnología incipiente, y cuyos costos eran más bien absorbidos por las empresas fabricantes del ostentoso equipo de cómputo. Así, cuando una empresa desarrollaba software más bien lo regalaba en su totalidad a sus usuarios, como cortesía y como utilidad básica para hacer uso del hardware. También los programadores expertos académicos, independientes y los aficionados solían compartir sus creaciones según sus voluntades, sin temor a pensar en lo que pudiera decir la ley.

El panorama cambió hacia la década de 1970. En 1969 en el juicio entre Estados Unidos e IBM se estableció que era ilegal obligar a los compradores de computadoras a pagar por el software incluido, que ellos tal vez no querrían usar. Entonces la industria de software comenzó a ser considerada por separado, y los intereses por monopolizar la explotación de una creación de software crecieron. Algunos desarrolladores de software comenzaron a usar medidas técnicas para evitar la modificación del software, (práctica igualmente común hoy en día, junto con los más recientes intentos tecnológicos por evitar que cualquier información digital sea copiada). Contratos de “no divulgación” también comenzaron a ser usados para evitar que los programadores contratados revelaran los contenidos de su trabajo. Todas estas fueron grandes derrotas para los dueños de las computadoras, pues no tener derechos sobre sus programas significaba quedar a merced de los verdaderos dueños. Es un oscurantismo del que ciertas áreas apenas se han podido recuperar (supercomputadoras y cómputo científico, servidores de internet, estudiantes de ingeniería en computación), mientras que el grueso de los usuarios (computadoras personales, dispositivos móviles) prácticamente nacieron en dicha era y jamás han vivido cosa distinta. En el panorama legal estadounidense el software finalmente pasó a ser acogido por la ley de derechos de autor hasta bien entrado 1980, en sincronía con la masificación de la computadora como herramienta de uso personal cotidiano. El resto del mundo por supuesto fue asimilando el nuevo dictamen. Antes de eso la hermenéutica consideraba que el software cabía dentro de los "procedimientos, métodos, sistemas y procesos"; los cuales no están sujetos a las leyes de derechos de autor. Antes de 1980 sólo las dificultades técnicas impuestas por los programadores y los contratos podían simular las prestaciones de los derechos de autor.

Curiosamente, entre los expertos de computación el software siempre ha sido y seguirá siendo descrito como procedimiento, método, sistema y proceso. Así es su naturaleza. Como una receta de cocina; los programas de computadora son procedimientos, que al estar formulados con completa precisión lógica y matemática le dicen a una máquina diseñada para resolver cualquier problema resoluble (siempre que esté descrito en esos términos) cómo es que debe cocinar la solución a un problema en específico. El secreto de tener una máquina tan versátil radica en que basta una cantidad finita de recursos primitivos para abordarlo todo. Es parecido a lo que ocurre con algunos juegos de mesa: los elementos necesarios para jugar ajedrez son pocos, pero generan una cantidad inimaginable de posibilidades. Lo que importa es combinar esos recursos de manera adecuada, según se necesite. Todos los programas de cómputo por más simples o complejos que sean, por más diferentes que parezcan, se construyen así: escribiendo una receta a partir de los mismos ingredientes limitados usados por todas las otras recetas. La elección de recursos primitivos no es fija ni obvia, pero el de nuestras computadoras normalmente comporta operaciones aritméticas básicas y operaciones lógicas (como comparar 2 números), copiar y mover números de un lado a otro, y saltarse partes de la receta de operaciones dependiendo de los resultados previos.

Igualmente importante para la historia del derecho de autor y su intersección con el software es la aparición del software libre en 1983 y el concepto de copyleft. Frustrado con el cambio de paradigma en la industria de software y las repercusiones que esto tendría en materia de derechos, la leyenda viva Richard Stallman decidió plasmar el antiguo ambiente de convivencia en un movimiento que procurara el uso y diseminación del software. En un segundo acto de genialidad virtuosa, al reconocer que no podría cambiar la ley de derechos de autor para evitar el crecimiento del software privativo, optó por usar la ley contra sí misma: todo el software que él y sus colaboradores hicieran no sólo sería libre (como del dominio público) sino que además usaría el derecho de autor para exigir que todo derivado permaneciera libre de restricciones. Esto último es conocido como copyleft (literalmente “izquierda de copia” o “copia dejada”).

El software libre creció pero no en aislamiento. Las ideas subyacentes se esparcieron a otras áreas como el arte y la cultura, las publicaciones científicas, las enciclopedias, los objetos tangibles, y básicamente cualquier otra área tangente a derecho de autor. El actual precandidato a las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016, Lawrence Lessig, es un profesor de derecho de Harvard conocido entre otras cosas por liderar la exportación de los principios del software libre al ámbito artístico y cultural.

Sobre patentes

La ley mexicana de propiedad intelectual en su artículo 19 excluye explícitamente a los programas de computo de la materia patentable, y esta postura ha sido reiterada durante las negociaciones del TLC/NATFTA y el emergente tratado trans-Pacífico (TPP), pero se especula que otros tratados ya firmados con Estados Unidos implican compromisos a que se otorguen patentes de software en México.

Desafortunadamente, los criterios sobre patentes de software alrededor del mundo no son tan tajantes como la ley mexicana, la rusa y la india; que sí lo prohíben; o caso contrario como la ley japonesa o la ley estadounidense que comenzó a conceder todo tipo de patentes de software a partir de los 1990s. No existe un consenso sobre qué características en un programa podrían hacerlo patentable. Las interpretaciones son el tema de fuertes luchas políticas y económicas, como también lo es en primera instancia la existencia misma de patentes de software, sin importar qué se le mire a éstas últimas.

Nosotros en esencia exigimos distinguir entre patentes de software sobre ideas no computacionales pero que involucran el uso de un sistema de cómputo, y patentes sobre cosas intrínsecamente computacionales como algoritmos o estructuras de datos. Las primeras se pueden discriminar aún más según el tipo de innovación que se alega. Por ejemplo, usar algún método conocido y resuelto, como imprimir una nota de venta en lugar de llenarla tradicionalmente, sería patentable en Japón pero no en Canadá; sin embargo Canadá o la Unión Europea sí concederían la misma patente si la nota de venta no fuera tan obvia. Otras jurisdicciones distinguen si la idea en cuestión es un método de negocio o no.

Las patentes de software son criticadas en cualquier caso. A continuación se mencionan los problemas:

Naturaleza compositiva del software

Cualquier programa de computadora no trivial necesita combinar muchísimas ideas y algoritmos para resolver todos los sub-problemas que lo llevan a ser funcional. Como una obra musical o una novela, el autor necesita operar con algunos elementos básicos que deben permanecer libres si quiere poder crear algo. Imagine que un acorde musical, o el ritmo de la cumbia, o una combinación de instrumentos estuvieran patentados. La situación es análoga a lo que sucede con las patentes de software. ¿Qué pasaría si alguien tuviera un monopolio sobre las historias que involucran a un personaje masculino que forma parte de una expedición que hace contacto con una civilización desconocida, la cual se ve amenazada por los visitantes, y a su llegada el protagonista tiene la opción de cambiar de bando y enamorarse de la princesa de los nativos? De un solo tiro esa patente acabaría con historias como La Princesa Mononoke, Pocahontas, Atlantis y Avatar. La tarea de hacer arte que no infringiera ninguna patente o que estuviera al corriente con todos los licenciamientos necesarios sería mucho más difícil que la labor artística per se. Esto ha llevado a un grueso de desarrolladores de software a ignorar por completo las patentes cuando se disponen a programar, a sabiendas de que violan una ley injusta.

La innovación se nutre de contribuciones anteriores y esto es especialmente cierto en algunas áreas donde la composición aflora, como en el desarrollo de software. Los inventos tangibles (fármacos, máquinas, etc.) y los métodos de negocio para los cuales las patentes probablemente funcionaron son soluciones más autocontenidas, no así el software. Prácticamente todos los programas de computadora se construyen a partir de programas existentes: ya sea en forma abstracta (algoritmos y estructuras de datos) o programas concretos (ensambladores y traductores de lenguajes de programación, llamadas al sistema operativo, librerías, frameworks, etc.). Encima de eso, muchos programas también esperan comunicarse con otros programas para su correcto funcionamiento, ya sea dentro de un mismo sistema operativo o a través de la red.

El mito del genio solitario

Si un software innovador en ciertos aspectos hiciera uso de elementos ya patentados entonces debería pagarle a los dueños de las patentes por estos usos... ¿o no?

Este enfoque es problemático por dos motivos: asumir que el motivo de las patentes es privilegiar a un particular, en lugar de ser un incentivo al progreso tecno-social, lo cual no voy a discutir más en este escrito; y por reducir el problema a dinero. Deberíamos entender que el dueño de una patente ni siquiera está obligado a negociar su licenciamiento; si la idea es de su propiedad entonces podría negarse a otorgar una licencia, incluso por pura malicia, lo cual nos devuelve al primer problema: asumir que existe el derecho a poseer las ideas detrás de una patente.

“Si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes.”

Fueron las palabras del más grande genio del que se ha beneficiado la humanidad, en reflexión a sus propios méritos; haciendo alusión a que la creatividad y el descubrimiento, como cualquier otra actividad humana, no ocurren en el vacío. Vernacularmente se tiene esta idea de que la honestidad y el trabajo siempre pueden poner a cualquier tipo listo a la par de una compañía adinerada. Estos escenarios demasiado optimistas asumen que las condiciones del ambiente son igualmente justas para todos. Esto nos lleva a tratar el siguiente punto.

Anticompetitividad de los gigantes establecidos

La problemática de las patentes de software es tan palpable que las grandes compañías de software, temerosas por el daño que podrían hacerse mútuamente, suelen pactar compartir sus portafolios de patentes; pero siguen alimentando la carrera armamentista por temor a que algún día pudieran quedarse sin patentes para defenderse. Es una defensa preventiva muy riesgosa, como lo era acumular ojivas nucleares para Estados Unidos y la Unión Soviética. El delicado balance a veces se sale de control, como sucedió entre Samsung y Apple en 2012. En otro ejemplo Google compró una compañía entera que después desechó (Motorola), sólo para poder ampliar su portafolio de patentes. En un estudio hecho en 2008, End Software Patents estimó que las demandas por patentes le cuestan a la industria del software 11 mil millones de dolares anuales. Para poner la cifra en perspectiva, el presupuesto anual de algo así como la mitad de los países del mundo está por debajo de ese número. Si hay alguien beneficiándose de las patentes es el aparato burocrático que las gestiona y cobra por emitirlas, y los abogados que litigan en torno a sus consecuencias, no los programadores.

¿Qué podría hacer un genio solitario acreedor a una sola patente si quisiera competir? Una sola patente no cambiaría en mucho el negocio de los gigantes. Si los gigantes no muestran suficiente interés por su insignificante patente entonces podrían usar muchas de las que ellos poseen y que el genio necesita usar, negándole la oportunidad de competir. Y si algún gigante quisiera usar esa patente entonces pagaría por ella sin dificultades, o intercambiaría licencia por licencia. De cualquier manera el genio solitario estaría forzado a retirarse del negocio, ya sea con su patente y sin dinero, con algo de dinero y sin su patente, o con la licencia de una segunda patente que aún no sería suficiente para completar su programa, que involucra muchas ideas ya patentadas.

Evidencia de la afección a la innovación

James Bessen y Robert M. Hunt de la Universidad de Boston y de la Reserva Federal del Banco de Filadelfia analizaron el mercado de los 1990s, y encontraron una correlación negativa entre aquellas compañías que patentaban software y aquellas que realizaban investigación y desarrollo. Michele Boldrin y David Levine en el Journal of Economic Perspectives llegaron a conclusiones similares. Entre 2001 y 2012 David A. Wheeler estudió las invenciones de software más importantes y descubrió que la innovación declinó estrepitosamente entre los años 1970 y 1980, y que sigue en descenso. Para el usuario común y corriente de computadoras que vive excitado por el consumo y el sensacionalismo de la mercadotecnia esto podría sonar bastante inverosímil; sin embargo es consenso entre los expertos que la gran mayoría de los conceptos y herramientas importantes en las áreas de computación e informática son reliquias traidas de un pasado más formidable.

Troles de patentes

Entre todo este festín de crítica hay un fenómeno chusco pero no menos alarmante. Hay compañías dedicadas exclusivamente a acumular patentes de software con el propósito de llevar verdaderas compañías de software a la corte, y así sacarles tanto dinero como puedan sin tener el más mínimo propósito de hacer aplicación de sus propias patentes. A los feos y deformes gigantes del software les parecen seres tan despreciables que los han apodado trolls. Como los troles realmente no desarrollan software no tienen puntos débiles que puedan ser contraatacados con más patentes. Se puede especular con la obtención de nuevas patentes para convertir la práctica en un negocio bastante redituable. Parece que la situación en las oficinas gubernamentales de propiedad intelectual está tan fuera de control, tan comprometida con sus prácticas de emisión promiscua de nuevas patentes, que la propuesta de solución más plausible es hacer que los jueces simplemente ignoren las mociones de todo demandante que no se dedique realmente a crear software y sólo use sus patentes para lucrar con amenazas.

Apropiarse de las matemáticas

Como ya insinuamos existe una relación íntima entre el software y las matemáticas. Un algoritmo es la abstracción de un programa de computadora (o parte de uno, debido a la composición). Es la descripción de un procedimiento. Una tercera definición de algoritmo lo colocaría como sinónimo de procedimiento matemático. En realidad todas son correctas y equivalentes. Contar, sumar, multiplicar y despejar ecuaciones son ejemplos de algoritmos. Se dice que son la abstracción de un programa y no un programa como tal, porque la misma multiplicación se podría escribir cantidad de veces de maneras distintas: con lápiz, con pluma, con calculadora (computadora), sobre un campo de fútbol, a la velocidad de un nuevo dígito por siglo, etc. Al final todas las implementaciones acuden al mismo algoritmo para obtener el mismo resultado.

Si bien es cierto que un programa necesita de un montón de ideas y algoritmos en conjunto, por menos intuitivo que parezca que algo como el menú de íconos de un smartphone esté hecho de matemáticas, la verdad es que no solo algunas partes de los programas son matemáticas. Tanto cada parte distinguible (la mayoría de las cuales no son visibles al usuario) como la totalidad de las partes son literalmente un procedimiento matemático, no diferente al que usted haría en un examen escolar. Para los pioneros de la computación esto no era un secreto, porque de hecho la motivación por definir y crear la computadora no era en primer plano hacer y vender tecnología, sino demostrar algunas cosas interesantes sobre los fundamentos de las matemáticas. Sin embargo, en el día a día este hecho es desconocido o se neglige. Por si no fuera suficiente, en 1969 a alguien se le ocurrió demostrar formalmente que los programas de computadora corresponden a demostraciones hechas en un sistema de lógica simbólica formal. El teorema se conoce como isomorfismo de Curry y Howard.

Nadie en su sano juicio pensaría en conceder un monopolio temporal sobre las multiplicaciones, pero cuando una operación irreconocible para los abogados (y no por eso más novedosa, como la transformada discreta del coseno, una ligera variación de matemáticas de principios del siglo 19) es usada para codificar audio y video, a las oficinas de patentes les perturba la idea de no poder cobrar por conceder tal monopolio. El resultado es que en países que permiten que la transformada discreta del coseno se patente, alguien tiene la capacidad legal para evitar que un programador escriba una aplicación de su propia autoría que sea capaz de reproducir archivos jpg, mp3, mp4, h.264, entre otros.

Muestra de patentes estúpidas

Toda la ley de patentes gira en torno a la originalidad (o cuando menos a ser el primero en registrar la idea). Éstas se vuelven nulas cuando alguien es capaz de demostrar "arte previa". Curiosamente, el peor enemigo de los inventores no son los terceros armados de libros de historia, sino la ignorancia de la autoridad. Patentes repetidas están siendo emitidas constantemente. A esto tampoco ayuda que los interesados suelen llenar sus formatos de aplicación de la manera más abstracta y obtusa imaginable, en su afán por cubrir tantos usos como vayan surgiendo en el futuro, y quizá para evadir ser identificados con patentes existentes.

El sonado multimillonario caso de Apple contra Samsung giraba en torno a patentes de ideas de diseño gráfico aplicadas a interfaces de computadoras. Apple posee patentes sobre el uso de cuadrículas de íconos, íconos en forma de cuadrados redondeados, el deslizamiento con el dedo de una imagen en una pantalla táctil con motivo de desbloquearla, etc. En otras palabras, el sistema permite monopolizar sistemáticamente cosas tan ridículamente básicas que bien podrían formar parte de una clase de jardín de niños.

Otros ejemplos de patentes infames sobre ideas de software son: el carrito de compras, el pasto de los videojuegos que simula moverse con el aire, y el dildo controlado a distancia con un dispositivo computacional. La fundación Electronic Frontier Foundation publica mensualmente artículos sobre patentes estúpidas, usualmente relacionadas con el software.3

Conclusiones

En aras del respeto a la libertad de los usuarios y su derecho a poseer sus propias computadoras y programas que han obtenido legalmente, creo que un sistema hipotético de patentes otorgadas no a ideas o algoritmos, sino a implementaciones específicas, funcionaría mejor que el actual sistema de derechos de autor, dado el periodo más limitado de la patente. En mi opinión una o dos décadas es más cercano a lo que debería ser el periodo de derechos patrimoniales del derecho de autor. En otras palabras; abogaría por usar las patentes de software como si fueran derechos patrimoniales de autor. Aunque si la patente solo aplicara a una versión específica de un programa entonces el software tendría que ser patentado constantemente, cada vez que se desarrollara un poco más o se publicara una nueva versión. Esto se debe a que el software es un producto en constante cambio; casi nunca se considera terminado y su finalización es completamente subjetiva o sujeta a los caprichos de quien sea que tenga la capacidad para hacer cambios. Visto de otra manera menos engorrosa, abogaría por mantener los derechos de autor y reducir su periodo considerablemente. Lo que nunca apoyaré son las patentes de software en los sentidos tradicionales del término, porque le dan a los autores de software privativo la posibilidad de destruir toda competencia (incluido el software libre. El software libre no puede aprovecharse de la exclusividad que otorga la patente, de lo contrario no sería libre). Con los derechos de autor cuando menos podemos aspirar a producir nuestras propias alternativas libres de restricciones.


  1. Cory Doctorow. "Intellectual property" is a silly euphemism (“Propiedad intelectual” es un eufemismo tonto). The Guardian. 21 de febrero de 2008. [http://www.theguardian.com/technology/2008/feb/21/intellectual.property] 

  2. Véase por ejemplo el siguiente gráfico de libros en inglés que hacen mención de propiedad intelectual entre los años 1800 y 2000: https://books.google.com/ngrams/graph?content=intellectual+property&year_start=1800&year_end=2000 

  3. https://www.eff.org/issues/stupid-patent-month